miércoles, 16 de octubre de 2019

De lo divino


Me pregunté qué es lo que quedaba por innovar en el arte, y con arte pensaba en toda doctrina, desde la música, hasta la pintura o literatura... El arte como un todo, desde una visión holística. Me pregunté si a día de hoy había algo que no hubiera sido explorado, nuevos géneros, algo singular, genuino por descubrir. ¿Acaso hemos explotado y consumido la esencia de todas nuestras posibilidades?¿Hacia qué mares tempestuosos e ignotos deriva nuestra creación?
Tras mucho darle vueltas llegué a la conclusión de que la búsqueda de nuevos horizontes en verdad se basaba en echar la vista atrás, y que, después de tanto tiempo de expresión y masificación artística, la creación de arte nuevo estaba condenada a seguir dos caminos necesariamente ligados al pasado, uno con más continuidad que otro. Éstos eran:
  • Por un lado, la de-construcción, o vanguardia, o ruptura provocativa con lo inmediatamente anterior cual revolución. Pensé en Schönberg y el dodecafonismo, en Apollinaire y otros dadaístas, en Butor y el Nouveau Roman... o en el retrete dorado del Guggenheim de Nueva York.
  • Por otro lado, la re-interpretación, o versión, o inspiración. Y pensé en el modelo novelesco de Balzac, en Tolkien bebiendo de mitos nórdicos y germanos para la confección de la Tierra Media, en el Renacimiento y la añoranza de la Grecia y Roma clásicas, en John Collier y su Lady Godiva.
El primero lo visualizaba como golpes de efecto revolucionarios que surgían de repente, como una protesta. Reivindicaban su hartazgo de lo canónico. Y si es cierto que tenían mucha fuerza por la novedad del concepto, muchos de ellos se iban desinflando paulatinamente. A mi entender era tan sólo una cuestión de tiempo.
El segundo vi que recuperaba ciertos patrones repetidos a lo largo de la historia, era más lineal, y lo suficientemente versátil como para adaptarse a cada momento. Y dentro de su variabilidad seguía un curso, como el agua que fluye y que sin hacer nada erosiona la roca de su cauce para continuar fluyendo.
Me di cuenta entonces de que tenía una tendencia más natural hacia la inspiración... y por lo tanto de asumir ciertos riesgos rechazando l'avant-garde. Es probable que en las altas esferas artísticas la élite se considerase más culta apostando por la de-construcción. Es una cuestión de progreso, de reafirmarse en su propia intelectualidad y, por supuesto, de diferenciarse del resto. Al fin y al cabo, las vanguardias son tan rompedoras, tan innovadoras como las latas de sopa Campbell's de Warhol o los chorros de pintura de las obras de Pollock. Desde luego son cosas insólitas, inaccesibles, incomprensibles para la gran mayoría. Me dije que en ocasiones el arte... era no tener arte. ¿Pero qué sabré yo?

Siguiendo el hilo de mis pensamientos me hice más preguntas que llevaban implícitas una sucesión de reflexiones espinosas. Entonces, ¿cómo se decide qué es o no arte?, o bien, ¿está justificado en cualquiera de los casos?

En pos de una verdad capaz de satisfacer mi inquietud, llegué a lo que llamé "Teoría de lo divino". Me cuestioné a mí misma sobre qué es lo que yo consideraba arte en primer lugar. Y cavilé. Divagué por las épocas de nuestra historia. Y pensé en Johann Sebastian Bach y sus variaciones Goldberg, en Miguel Ángel y la Capilla Sixtina, en la Venus de Milo, en Victor Hugo y Nuestra Señora de París. Me dije que había algo en común entre todos ellos, y lo vi con claridad, como una luz deslumbrante ante mis ojos: la inspiración divina, la obra dedicada a algo superior.
Vislumbré al hombre como una herramienta, una fuente sensible capaz de percibir tal inspiración para transformarla en Arte, un cuerpo al servicio de algo demasiado grande como para ser aprehendido o comprendido y que busca una suerte de realización física, una impronta en este mundo. Y me dije... que quizás el summum de nuestra existencia era la Creación, o bien, Su Creación a través del artista. 

Ahora bien, ¿qué implicaba entonces mi teoría de lo divino? Entendamos ésto bien, no hablo de una religiosidad ciega, más bien de una exaltación de los valores y emociones más elevadas, de la espiritualidad, la compasión o el amor.
Mi concepción del artista finalmente se definió como la del intermediario entre el plano divino ideal y el plano material e imperfecto, la mano guiada por lo que cada cual interprete como divino, o Dios, sin tener consciencia real de ello. Son las musas que susurran en silencio a los poetas mientras duermen, son las ideas brillantes que explotan de repente como un minúsculo Big bang en la mente de un matemático, es la belleza conmovedora de un paisaje nocturno impresionista sobre un lienzo y el reflejo de las luces en el agua, es la música del universo en la armonía perfecta de una sinfonía en siete movimientos. Es la concepción y el nacimiento fruto del amor.
Implica buscar algo grande que trasciende al propio hombre, algo más elevado que nos acerca en última instancia a la divinidad. Pero requiere saber y querer escuchar, ver las señales sutiles en todas partes.

Entendí mi desconfianza y aversión hacia la de-construcción, o Destrucción, y es que lo que yo llamaba “vanguardias” rompía con toda búsqueda de trascendencia moral y espiritual para ser algo esencialmente material, pueril, y quizás, lo más grave... efímero. Así pues, concluí que cuando el hombre se despojaba en su creación todo aquello que hace de él un ser receptivo y sensible, la obra, con el tiempo, estaría condenada al fracaso, y en última instancia al olvido. No se trata tan sólo de una de-construcción artística, si no también de la de-construcción del propio hombre y su esencia.

En verdad creo que instintivamente sentimos una oposición natural hacia todo lo alejado de lo divino, aunque cierto es que existan presiones sociales con gran habilidad para hacer prevalecer los nuevos ideales artificiales acordes con la época. La destrucción enfrentada a la preservación. La lucha universal eterna extrapolada al microcosmos del arte. El ejercicio fútil de la intelectualidad vacua.
Y es que a pesar de todo, el paso de los siglos nos muestra que el Partenón sigue en pie cuando el hierro se oxida y todo lo demás se reduce a polvo, que La Cabalgata de las Valkirias persiste en nuestra mente cuando la ejecución al piano de un concierto atonal llega a su fin, y que el cuento clásico de Andersen o los hermanos Grimm prevalece ante novelas sin personajes, trama, desarrollo ni desenlace de las grandes cabezas del siglo XX. La obra del hombre sin inspiración no deja huella y de borrarla se encargará el tiempo. Mas la obra divina cala en lo más profundo de nuestro ser y se instala en la conciencia colectiva sin preguntar ni pedir permiso, de forma orgánica, indeleble, permanente.

Hice una última reflexión: si hoy en día pocas cosas hay dignas de considerar arte, quizás signifique... que el Hombre haya dejado definitivamente de lado a Dios y no creamos en nada. O lo que es todavía más aterrador y antinatural, que nos empujen a creer que no hay nada, y convertirnos así en máquinas vivientes... no sintientes.

Por mi parte no olvido que no todo lo que brilla es oro, y que un retrete dorado en un museo de gran renombre mundial no es la excepción. Por mucho que se le intente atribuir una profundidad espiritual, moral e intelectual... es y seguirá siendo un retrete.