Me
pregunté qué es lo que quedaba por innovar en el arte, y con arte
pensaba en toda doctrina, desde la música, hasta la pintura o
literatura... El arte como un todo, desde una visión holística. Me
pregunté si a día de hoy había algo que no hubiera sido explorado,
nuevos géneros, algo singular, genuino por descubrir. ¿Acaso hemos
explotado y consumido la esencia de todas nuestras
posibilidades?¿Hacia qué mares tempestuosos e ignotos deriva
nuestra creación?
Tras
mucho darle vueltas llegué a la conclusión de que la búsqueda de
nuevos horizontes en verdad se basaba en echar la vista atrás, y
que, después de tanto tiempo de expresión y masificación
artística, la creación de arte nuevo estaba condenada a seguir dos
caminos necesariamente ligados al pasado, uno con más continuidad
que otro. Éstos eran:
Por
un lado, la de-construcción, o vanguardia, o ruptura provocativa
con lo inmediatamente anterior cual revolución. Pensé
en Schönberg y el dodecafonismo, en
Apollinaire y otros dadaístas, en Butor y el Nouveau Roman... o en
el retrete dorado del Guggenheim de Nueva York.
Por
otro lado, la re-interpretación, o versión, o inspiración. Y
pensé en el modelo novelesco de Balzac, en Tolkien bebiendo de
mitos nórdicos y germanos para la confección de la Tierra Media,
en el Renacimiento y la añoranza de la Grecia y Roma clásicas, en
John Collier y su Lady Godiva.
El
primero lo visualizaba como golpes de efecto revolucionarios que
surgían de repente, como una protesta. Reivindicaban su hartazgo de
lo canónico. Y si es cierto que tenían mucha fuerza por la novedad
del concepto, muchos de ellos se iban desinflando paulatinamente. A
mi entender era tan sólo una cuestión de tiempo.
El
segundo vi que recuperaba ciertos patrones repetidos a lo largo de la
historia, era más lineal, y lo suficientemente versátil como para
adaptarse a cada momento. Y dentro de su variabilidad seguía un
curso, como el agua que fluye y que sin hacer nada erosiona la roca
de su cauce para continuar fluyendo.
Me
di cuenta entonces de que tenía una tendencia más natural hacia la
inspiración... y por lo tanto de asumir ciertos riesgos rechazando
l'avant-garde. Es probable que en las altas esferas artísticas
la élite se considerase más culta apostando por la de-construcción.
Es una cuestión de progreso, de reafirmarse en su propia
intelectualidad y, por supuesto, de diferenciarse del resto. Al fin y
al cabo, las vanguardias son tan rompedoras, tan innovadoras como las
latas de sopa Campbell's de Warhol o los chorros de pintura de las
obras de Pollock. Desde luego son cosas insólitas, inaccesibles,
incomprensibles para la gran mayoría. Me dije que en ocasiones el
arte... era no tener arte. ¿Pero qué sabré yo?
Siguiendo
el hilo de mis pensamientos me hice más preguntas que llevaban
implícitas una sucesión de reflexiones espinosas. Entonces, ¿cómo
se decide qué es o no arte?, o bien, ¿está justificado en
cualquiera de los casos?
En
pos de una verdad capaz de satisfacer mi inquietud, llegué a lo que
llamé "Teoría de lo divino". Me cuestioné a mí misma
sobre qué es lo que yo consideraba arte en primer lugar. Y cavilé.
Divagué por las épocas de nuestra historia. Y pensé en Johann
Sebastian Bach y sus variaciones Goldberg, en Miguel Ángel y la
Capilla Sixtina, en la Venus de Milo, en Victor Hugo y Nuestra
Señora de París. Me dije que había algo en común entre todos
ellos, y lo vi con claridad, como una luz deslumbrante ante mis
ojos: la inspiración divina, la obra dedicada a algo
superior.
Vislumbré
al hombre como una herramienta, una fuente sensible capaz de percibir
tal inspiración para transformarla en Arte, un cuerpo al servicio de
algo demasiado grande como para ser aprehendido o comprendido y que
busca una suerte de realización física, una impronta en este mundo.
Y me dije... que quizás el summum de nuestra
existencia era la Creación, o bien, Su Creación a través del
artista.
Ahora
bien, ¿qué implicaba entonces mi teoría de lo divino? Entendamos
ésto bien, no hablo de una religiosidad ciega, más bien de una
exaltación de los valores y emociones más elevadas, de la
espiritualidad, la compasión o el amor.
Mi
concepción del artista finalmente se definió como la del
intermediario entre el plano divino ideal y el plano material e
imperfecto, la mano guiada por lo que cada cual interprete como
divino, o Dios, sin tener consciencia real de ello. Son las musas que
susurran en silencio a los poetas mientras duermen, son las ideas
brillantes que explotan de repente como un minúsculo Big
bang en la mente de un matemático, es la belleza
conmovedora de un paisaje nocturno impresionista sobre un lienzo y el
reflejo de las luces en el agua, es la música del universo en la
armonía perfecta de una sinfonía en siete movimientos. Es la
concepción y el nacimiento fruto del amor.
Implica
buscar algo grande que trasciende al propio hombre, algo más elevado
que nos acerca en última instancia a la divinidad. Pero requiere
saber y querer escuchar, ver las señales sutiles en todas partes.
Entendí
mi desconfianza y aversión hacia la de-construcción, o Destrucción,
y es que lo que yo llamaba “vanguardias” rompía con toda
búsqueda de trascendencia moral y espiritual para ser algo
esencialmente material, pueril, y quizás, lo más grave... efímero.
Así pues, concluí que cuando el hombre se despojaba en su creación
todo aquello que hace de él un ser receptivo y sensible, la obra,
con el tiempo, estaría condenada al fracaso, y en última instancia
al olvido. No se trata tan sólo de una de-construcción artística,
si no también de la de-construcción del propio hombre y su esencia.
En
verdad creo que instintivamente sentimos una oposición natural hacia
todo lo alejado de lo divino, aunque cierto es que existan presiones
sociales con gran habilidad para hacer prevalecer los nuevos ideales
artificiales acordes con la época. La destrucción enfrentada a la
preservación. La lucha universal eterna extrapolada al microcosmos
del arte. El ejercicio fútil de la intelectualidad vacua.
Y
es que a pesar de todo, el paso de los siglos nos muestra que el
Partenón sigue en pie cuando el hierro se oxida y todo lo demás se
reduce a polvo, que La Cabalgata de las Valkirias persiste en
nuestra mente cuando la ejecución al piano de un concierto atonal
llega a su fin, y que el cuento clásico de Andersen o los hermanos
Grimm prevalece ante novelas sin personajes, trama, desarrollo ni
desenlace de las grandes cabezas del siglo XX. La obra del hombre sin
inspiración no deja huella y de borrarla se encargará el tiempo.
Mas la obra divina cala en lo más profundo de nuestro ser y se
instala en la conciencia colectiva sin preguntar ni pedir permiso, de
forma orgánica, indeleble, permanente.
Hice
una última reflexión: si hoy en día pocas cosas hay dignas de
considerar arte, quizás signifique... que el Hombre haya dejado
definitivamente de lado a Dios y no creamos en nada. O lo que es
todavía más aterrador y antinatural, que nos empujen a creer que no
hay nada, y convertirnos así en máquinas vivientes... no
sintientes.
Por
mi parte no olvido que no todo lo que brilla es oro, y que un retrete
dorado en un museo de gran renombre mundial no es la excepción. Por
mucho que se le intente atribuir una profundidad espiritual, moral e
intelectual... es y seguirá siendo un retrete.